2014: Marcos Ordoñez

Casa Rue Paul Albert

 

Para escribir este relato, Marcos se basó en mi estancia en París cuando estaba trabajando en Mortadela.

Invité a Marcos y su esposa Pepita a pasar una semana en la casa de la Rue de Paul Albert donde yo vivía.

En esa estancia pudieron compartir conmigo algunos de los «desarreglos» que yo padecía.

 

En su mejor momento como mujer y como actriz
(un relato de Marcos Ordóñez)

Dedicado a Cecilia Rossetto

Publicado por el diario El País de España

 

Yo había escrito “Malé Staufeld tiene las piernas largas y alegres y la sonrisa triste”, y aquello, me dijeron, le gustó mucho. Debió de sonarle como la crónica de un viejo crítico argentino, un adorador con barba blanca, un Ernesto Schoo de Barcelona y joven, porque yo era joven entonces, relativamente joven, vi unas fotos el otro día y no me lo podía creer. En una de aquellas fotos jugamos a bacanal romana, la última noche en la casa de la Rue Paul Albert, Malé con los pechos al aire, tendida como una odalisca en el sofá, Beto Irigoyen alzando su copa, y mi mujer y yo dándonos de comer racimos de uvas como en un friso. ¿De dónde habría sacado yo aquella camisa que parece rosa pero era roja, para no hablar del sombrerito negro de ala corta, tan linoventuresco?. Los colores de la foto y de las ropas, brillantes y desvaneciéndose, hacen pensar en las emulsiones de Kodak o Eastman de los años setenta, pero era bastante más tarde.
Nosotros debemos tener ahí treinta o treinta y pocos años. De Malé queda feo decir la edad. Y a Beto Irigoyen, que entonces andaría cerca de los sesenta si no los había cumplido ya, y a saber si vive todavía, voy a concederle el cumplimiento de su fantasía de eterno retorno, porque fue justo aquella noche cuando alguien (quizás Ari, la hija de Malé, que no está en la foto porque a esas horas las niñas buenas sueñan con Elvis) le preguntó a qué edad de su vida le gustaría volver si pudiera, y Beto dijo que a los treinta.
Beto, como se verá, era argentino, igual que Malé y Ari y Coco Pereira y Nelva Fenelli. Casi todos los que saldrán por aquí son argentinos, salvo la bella y diminuta Elenita Santángelo, italiana, y algún otro que quizás asome la nariz si le recuerdo. Y salvo mi mujer y yo, claro. Preciso esto porque a partir de ahora no hablarán en argentino, por impotencia mía y para que esto no se convierta en la parodia involuntaria de una novela de Manuel Puig, sino en un lenguaje inventado, castellano con ocasionales incrustaciones blanquicelestes. Más o menos así: Entre los treinta y los cuarenta, esa fue mi mejor época, dijo Beto. No me quejo de la de ahora, pero cada día hay más goteras, y el tiempo pasa demasiado aprisa, y ves la estación término y el chau, no va más, y pido perdón por contar el final de la cinta. A los treinta ya sabes unas cuantas cosas de la vida, pero a cambio tienes una fuerza que no volverás a tener, y puedes meterte de todo y pasar noches en blanco, y estás en lo alto de tu curiosidad, y crees que todavía tienes mucho camino por delante. Mejor dicho: no ves el camino, ves el alrededor como una gran llanura. Y eso dura, con algunos baches, hasta los cuarenta. Así que si pudiera, dijo Beto aquella noche, me gustaría volver a los treinta, vivir de los treinta a los cuarenta, y luego volver a los treinta, en bucle, y así eternamente. ¿Pero recordando o sin recordar lo vivido?, le pregunté yo, y creo que no me respondió porque algo pasaba con la cámara de fotos.

Pero estaba hablando de Malé Staufeld, que es la protagonista absoluta de esta historia, porque siempre tenía que serlo, el sol y la luna de todo, y por supuesto Venus, que ya refulgía en el cielo parisino y había hecho que se quedara con las tetas al aire para mejor recibir los efluvios de la diosa tutelar, aunque Malé se quedaba en lolas a la que se le ponía en las ídems. Volvamos uno o dos años atrás, al principio, en Barcelona. Yo acababa de ver su espectáculo y titulé la crítica A sus plantas rendido un león, declaración obviamente admirativa pero también doble guiño, al himno nacional argentino y a la novela del gran Osvaldo Soriano.
Nos presentó el novio y mánager de Malé, Joan Manel Ulldecona, talanca, como bien indica su nombre, aunque parecía (hombretón, mostacho, napia, afabilidad instantánea, verborrea) un porteño de pura cepa. También el café del Paralelo donde nos vimos por vez primera parecía repentinamente porteño. Malé era todavía más alta y espectacular que en escena. Cosa curiosa, pues con las actrices suele suceder lo contrario: gigantas arriba, pequeñitas de calle. Chispeaba aguanieve y rompió a hablar para calentarnos. Y como si hubiera sido verano, siempre hablaba para calentar, aunque no en la acepción rioplatense, que es ponerle a alguien de los nervios. Bueno, a veces te daban ganas de dispararle un dardo o de estrangularla un poquito, como sucede con todos los efusivos y efusivas, pero nada, solo hacer el gesto sobre su cuello y besarla luego.
Hablaba y hablaba, y nosotros la escuchábamos embobados porque contaba historias maravillosamente, y ahí solo querías abrazarla, y te partías el culo de risa con ella, y a veces soltaba también de repente frases pomposas, impensables y encoturnadas, como “la televisión fue un oasis de vidrio que se me clavó en la yugular”, cosas por el estilo.
Lo primero que contó en aquel café (al menos en mi recuerdo, porque las historias se mezclan) fue el valleinclanesco episodio de su digamos bienvenida a la madre patria, que más quintaesencialmente español no podía ser. Malé era celérica haciendo amigas y amigos, más amigos que amigas, y uno o una le encontró albergue en un bloque de apartamentos que estaba donde estuvo el Regio. Aquel edificio, levantado en los sesenta, era propiedad del empresario Riudoms, uno de los capos del Paralelo (Paralelebípedo Riudoms, decía ella), y alquilaba los pisos, al parecer a precios ajustados, a los artistas que trabajaban en sus teatros.
Malé llegó al apartamento y aún no había deshecho las maletas cuando sonó el teléfono para invitarla a una fiesta de cumpleaños que iba a celebrarse en los altos del Arnau. La voz telefónica pedía disculpas por haber llamado tan de sopetón (era la primera vez que Malé escuchaba esa palabra y pensó que allí se iba a servir sopa) porque la fiesta empezaba en cosa de una hora, nada, y que si se quería pasar un momento y tomar una copa (“¿copa o sopa?”, preguntó) y conocer a unos compañeros, de modo que llega allí, contaba, sin tiempo de comprar un regalo, sin saber siquiera si era chico o chica quien cumplía, y piensa qué fiesta más rara, porque no había gazpacho en grandes perolas, como imaginaba, sino unas descomunales hojas de palma a guisa de bandejas repletas de plátanos y cacahuetes y nada más que eso, ni jamón ni olivas ni ganchitos ni nada: bananas y maní, como decía ella, y saludo va y saludo viene, todos muy simpáticos, simpatiquísimos, y en esas alguien le dice Ahí viene Panchito, y rompen a aplaudir y a cantar el cumpleaños feliz, y aparecen repartiendo puros dos tipos de pelucón y traje cruzado, con pinta de gángsters tontos de cine italiano, uno feo y el otro feísimo, y nosotros dijimos a dúo, sin necesidad de más datos, ¡los Moratalla!, y ella ¿conocen la historia?, y nosotros: no, pero esos solo pueden ser Tete y Tato Moratalla, le informamos, dos cómicos inclasificables o incalificables (la palabra freak aún no era de curso legal) que hicieron mucho dinero y películas atroces en los setenta y llevan años en caída libre, y ella nos cuenta que el más feo, el feísimo, vamos, lleva en brazos a un chimpancé vestido de marinerito, y en ese momento ella se da cuenta de que la fiesta es para él, para Panchito, le dicen que se llama, y se lo presentan, y Panchito le acaricia la cara con la manita, y todos se sientan a la mesa y hablan y ríen, y ella pensando, no puede ser, cuando lo cuente no me creerán, y luego dicen que los argentinos estamos relocos, y mientras piensa eso Panchito se queda roque en el hombro de Tato, y Tato le acuna, y la mujer que está sentada junto a Malé, una vieja vedette de voz aguardentosa, le dice Mírale, se cree que es su hijo, y ella no supo si quería decir que Tato consideraba a Panchito su retoño o que descendía de él, cosa también harto probable, y esa fue mi recepción oficial en España, chicos, así que estoy preparada, todo lo que pueda venir a partir de ahora será una pichincha, nos dijo en aquel café tan cercano al lugar de los hechos.

Pasaron unos meses. Yo no pensaba que volvería a verla, siempre he descreído un poco de los encuentros arrebatados y los amores a primera vista, pero hago mal, y a las pruebas me remito, porque Malé llamó una tarde con un trémolo de urgencia, una tarde también muy argentina, de mucha lluvia y grisura, una tarde, digamos, de tango de Julio Sosa. Le había sorprendido mucho que yo conociera a Sosa y a Rivero, a Nelly Omar, a Tita Merello, y que tuviera sus discos, y de discos iba la cosa, porque buscaba canciones de Concha Piquer, y decía “la Piquer” para no pronunciar su nombre, que allá es mala palabra.
“Me dijeron que solo vos tenés esas cosas”, dijo.
La exageración era el principal rasgo de su carácter. El segundo era el entusiasmo. El tercero, la duda que hiere.
Aquella tarde nos habló de su vida y sus hombres. Dos matrimonios. Decía, con mucha gracia: “¿Y cómo podrían haber funcionado, si siempre me casé con alguien que era del otro sexo y no era de mi familia?”.
Luego, tras un sorprendente silencio, dijo Me ha llamado Coco Pereira, y alzaba la barbilla, como si le hubiera llamado un miembro de la realeza europea, y en cierto modo lo era. Pereira había sido un rutilante director de la vanguardia argentino-parisina en los setenta, y luego se perdió (o se encontró) en los pasadizos laberínticos de los grandes teatros de ópera. Ahora iba a hacer algo nuevo, algo diferente, algo formidable: un musical en clave autobiográfica sobre el mundo de su infancia en Lanús. Un gran espectáculo, en París capital.
“Y quiere que yo sea la supervedette”, añadió.

“Qué menos que Monix”, dijimos mi mujer y yo casi al unísono. Puso cara rara, porque era alusión a un anuncio local y pretérito, pero entendió.
Irónicamente, a Pereira se le había ocurrido darle el papel de una española. Una española opulenta (eso ya venía en el lote), de peinado torreónico, mantilla negra y navaja en la liga. Y caniche adjunto, como se verá. Una española que cantaba canciones españolas. Una española con calambrazos italianos, amaggioratada. Pasamos una tarde muy entretenida seleccionando canciones, de la Piquer y de Mina y la Vanoni, porque Pereira le había dicho Escógelas tú, así como tú eres, muy divina y con mucha pasión y mucho drama.
Yo estaba encantado. Me sentía productor, director, compositor, todo. Hasta los vestiditos le hubiera hecho, de no ser por mi patosía dactilar y porque quedaba moñesco. Pregunté por el título del musical.
“Chansons éperdues. Canciones perdidas. Bueno, no quiere decir exactamente eso. Es un juego de palabras, me lo explicó pero ya no me acuerdo”.
Quería yo llevarla por senderos algo menos trillados, pero acabó yendo a lo clásico: Tatuaje y Ojos verdes. Que al fin y al cabo, dijo, tampoco las conocen tanto en París de la Francia ¿no?. Del mundo itálico se llevó Ho capito che ti amo y L’importante è finire.
Preguntamos por local, fechas, todo.
“Esperá, esperá, eso está por ver. Aún no decidí”.
“¿Cómo que aún no…?”
“A los hombres no hay que darles el sí enseguida, querido”.
Pedazo de figura retórica. Subtexto: le asustaba horrores debutar en París (no hablaba una palabra de francés) y le asustaba separarse de su hija, Ari (por Ariana), a la que pronto conoceríamos. Para artesonar la larga cambiada que le estaba dando a Coco Pereira, le echó arte y lo hizo sonar, y echándome los brazos al cuello, ya en la puerta, cantó, ilustrativa:

Cuando estés en la vereda y te fiche un bacanazo
vos hacete la chitrula y no te le deschavés
que no manye que estás lista al primer tiro de lazo
y que por un par de leones bien planchados te perdés…

La segunda vez vino a casa (con Ari) para celebrar el sí a Pereira, al que había mareado durante un mes o quizás más. Llegó, sorpresa tremebunda, con el cabello salvajemente corto, a lo Juana de Arco. Su espléndida cabellera pelirroja había desaparecido y en su lugar había un pajizal mal trillado, porque fue a un peluquero que, de ahí su baratura, estaba en evidente periodo de pruebas. Y, que vachaché, dijo, me agarró un ataque de sumisión. Hembra débil soy y me entrego.
Hicimos spaghetti. Mientras los escurríamos era imposible no pensar en la poda capilar. Apoyada en la puerta de la cocina, fumando un cigarrillo, Malé parecía, por su mirada melancólica, estar pensando en lo mismo.
“Barato era barato”, porfiaba la desventurada.
“Es que si encima fuera caro”, dijo mi mujer.
Ese día comprendimos que otra de las especialidades de Malé era compensar un gran momento con una metedura de pata de similares dimensiones, y yo me sentí muy identificado con el neurótico procedimiento y pensé que Malé era mi hermana porteña. Cuando Coco Pereira la vió con aquellos pelos de colaboracionista pillada por las brigadas de tonsura tuvo uno de sus legendarios ataques de nervios, pero como era hombre optimista se repuso pronto.
“Mejor”, dijo, “llevarás seis pelucas diferentes, una para cada escena”.
Mientras Malé nos relataba el episodio (brote, más bien), Ari se había alejado como un gato y fingió abismarse en la lectura de una gorda biografía de Elvis que llevaba a todas partes, porque en esa época Elvis era su único Dios verdadero, y es por ella que le pongo a la palabra una herética mayúscula. Ari tenía entonces once o doce años. No he visto nunca fotos de Uma Thurman a esa edad, pero seguro que se le parecía mucho. Uma Thurman con las gafas de Harry Potter (que aún no había aparecido en escena). La comparación felina no es solo por su rostro y sus andares, que también, sino por su alejamiento y disimulo para mejor observarnos: como los gatos, solo se acercaba a alguien tras un lento y pormenorizado estudio caracteriológico, y hacía muy santamente, y demostraba con ello que era lista como el demonio y que a su temprana edad sabía manejarse muy requetebién, por todo lo cual, como fuimos viendo, ejercía in pectore de secretaria, confidente, casi manager y casi madre de Malé, muy necesitada de todos esos servicios.

“Para convencerme, Coco, que es un amor”, dijo Malé, “me ha puesto piso, como a las queridas de antes. Una casa impresionante, lo que se dice una mansión, toda para nosotras”.
O sea, que con sus astutas maniobras dilatorias no solo había conseguido casa (“mansión”, insistía) en París sino además, jugada maestra, billete y estancia y dietas para Ari: realmente era para celebrarlo. Después del brindis añadió: ¿Por qué no vienen a pasar unos días allá, ché? Ya verán que hay espacio de sobras, sería fantástico. Nos miramos. Una mirada muy rápida. ¿Por qué no? Dijimos que sí, que claro. Brindamos por la conquista de París. Nos abrazamos. Cantamos a dúo Muñeca brava.

“Che madam, que parlás en francés
y tirás ventolín a dos manos…”

Luego las cosas se complicaron. Los ensayos comenzaron a alargarse. Ella llamaba por las noches, con frecuencia creciente. Era la frecuencia lo que nos alarmó. Y su forma de esquivar el asunto.
“No, cuéntenme ustedes. Añoro tanto su casa, las tardecitas de Barcelona…”
Tenía la voz rara. Opaca, a ratos oscura.
Volvíamos a preguntarle. Contestaba:
“Y, bien. Bien, bien, sí. Un poco como el orto, pero bien”.
“¿Cómo que un poco como el orto?”
“El clima acá es es-pan-to-so. No saben cómo añoro el mar. Cielo de panza de burro todo el día, y por las noches venga llover. Un frío de la mierda…”
Yo le pedía que me cantara Ojos verdes, para animarla, para que se le calentara la voz y me calentase el oído.
“Ah, no, mi amor, ahora no, estoy tan cansada…”
O Muñeca brava, nuestro himno.
“Bué, allá va. Pero los dos juntos… ”
“Sos un biscuit, de pestañas muy arqueadas…”
“… muñeca brava, bien cotizada…”

Una tarde llamó Ari, cuando Malé estaba en el ensayo. Más adulta y serena que nunca, como si hubiera crecido varios años en pocas semanas. Sí, yo creo que crecía así, a grandes zancadas, devorando la cronología. Pero sin prisas, eso no, nunca. Un remanso de paz nos parecía Ari.
“Mal. Siempre le pasa lo mismo en los ensayos, cree que nunca podrá hacerlo, que todo está en su contra. Pero acá es peor porque no están sus amigos, no están sus calles… Y le mata lo de tener que decir frases en francés, lo está aprendiendo fonéticamente. Para rematar, Joan Manel y ella rompieron. No, les digo yo, para que lo sepan. Mejor no mencionarle. Feo asunto, sí. Acabaron remal. Aunque yo creo que a la larga mejor.
Este … ¿lo de venir ustedes, ni que fuera un finde?”.
Dos o tres días después nos cayó trabajo imprevisto, que se desbordó. Imposible un finde e imposible, fuimos viendo, ir al estreno. A Malé se le vino el mundo encima.
“No pueden hacerme esto, chicos. No me lo hagan, que no se lo perdono”.
Pero no había otra. Lo entendió, acabó entendiéndolo. Y nos perdonó, porque perdonaba siempre a los suyos, a los que eran familia. Llamamos, eso sí, casi de madrugada. Ari nos había dado el teléfono del camerino.
Malé volvía a ser la de siempre. Flotaba. Flotaba en un mar de rosas, decía, porque me han llenado esto de ramos, tienen que verlo, estoy como Libertad Lamarque en Hello, Dolly! Rojas y blancas, menos el color que no se dice. No creerán quienes acaban de pasar a saludarme: la Sagan y la Deneuve, chicos. Y el director ese calvito, viejito, muy amoroso… Inglés pero que vive acá desde ni se sabe… Ese, Peter Brook. No le entendí mucho porque habla medio raro, pero estaba feliz feliz con el chou. Y un escritor que vos conocerás, esperá, porque me dejó la tarjeta… René… René de Ceccatty. Se me arrodilló, queridos. Ay que risa. Se arrodilló ante la Staufeld, como se lo cuento. Y con testigos, porque estaba Paulita, la sastra, que casi la tengo ahogada con tanta rosa ¿verdad, Paulita?
Pensamos que exageraba de nuevo, pero dos días más tarde, Colette Godard hablaba en Le Monde de “la éblouissante diva argentina”, como si fuera la protagonista absoluta.
Chansons éperdues se convirtió en un gran éxito. La función de la que todo el mundo hablaba, la función que había que ver.

Marcos y yo

La casa también era como nos la había descrito. Tres plantas, tejado a dos aguas, las ventanas pintadas de rojo, la fachada cubierta de enredaderas. Estaba en Montmartre, en la rue Paul-Albert, una calle corta, blanca y limpia, como de ciudad costera, a cuatro pasos del Sacré Coeur. La dueña, nos contó, era la cantante Élisabeth Wiener, amiga de Coco e hija del famoso compositor Jean Wiener, que había hecho la música de 350 películas. Cuando llegamos, Malé estaba asomada a la ventana del piso más alto, radiante, esperándonos:
“¡Trajeron el buen tiempo!”
Era verdad, porque hacía un día esplendoroso, azulísimo, y la primavera temblaba ya en el aire.
“Qué bueno que vinieron… Coco apenas se ocupa ya de mí”.
“¿Y la compañía? ¿Hiciste amigos?”
“¿Compañía? Ni me hables. Ahí cada uno es de su padre y de su madre. En el ensayo mucho abrazo y mucho jijíjajá, pero cuando acaban, todos corriendo al metro. Le métro, le métro, como si hubiera sonado el toque de queda. Yo no sé ni dónde van ni dónde viven ni lo que hacen. Y la pobre Malé sola, sola, siempre sola…”
“Gracias, mami”, murmuró Ari. “Vos seguí así, que se me está acabando la reserva de nafta”, amenazó con sonrisa de niña buenísima.
“Perdoná, mi cielo, tenés razón. Si no fuera por tí… Y por vosotros”.
Nuestra amiga, descubrimos, apenas salía de allí.
“Coco me dice: has llegado a la cima, París es la cima. Pero París visto desde Baires es otra película. Hay muchas cosas que no saben”.
“¿Quiénes?”
“Quiénes van a ser. Los franchutes”
“¿Por ejemplo?”
“No saben comer”, dijo, casi susurrando, como si fuera un gran secreto.
Cada mediodía recorría los escasos cien metros que la separaban de un pequeño bar regentado por unos rosarinos, porque allí hablaban en su lengua y daban empanada y milanesas, y alfajores de postre, y mate cocido. De casa al barcito y del teatro a casa, eso era París para ella.
“Es que en París se come muy mal”, repetía. Subtexto: Y está todo carísimo, carísimo. Y Malé, sabíamos, tenía que mantener a sus viejos y ahorrar para los tiempos duros, que siempre estaban fauciabiertos a la vuelta de la esquina, y darle estudios a la nena, decía, así que ahorraba como hormiga encovachada. Pero también era cierto lo que Ari, que la conocía mejor que nadie, nos dijo en un aparte: Malé necesitaba su comida, sus voces y su música, y por eso siempre sonaba en la casa el runrún de fondo de una emisora latina que daba cumbias, boleros y merengues. Y la lambada, era la época que la lambada sonaba en todas partes. Como siempre tengo tendencia a toquetearlo todo, uno de aquellos días cometí el inmenso error de querer sintonizar France Inter y se armó tremenda escandalera porque Malé no podía localizar de nuevo la emisora latina: le había cortado el cordón umbilical.
Luego estaban los dolores. Amplísimo catálogo. Los que brotaban por la mañana, los que emergían antes y después de las funciones (nunca los mismos), los que la despertaban de su sueño inquieto. ¡Cuán espejeado me sentía! Dolor de muelas, dolor de espaldas, dolor de pies. Bultitos sospechosos ante el espejo del camerino, y de vuelta, siempre ante el espejo (“¡tan mal iluminado!”) del lavabo.
Dolor de uñas. ¿Por qué me duelen las uñas, Ari? Mirame esto, Ari.
No hubo forma de arrastrarla a comer en La Coupole, cual era nuestro antojo: nos acodamos en la escuálida mesita de los alegres rosarinos, que la recibieron con reverencias versallescas y no nos cantaron la zamba de Balderrama porque no la tenían en repertorio.
Devorando milanesas nos habló de Coco, que había sido guapísimo de joven aunque un poco caretón para mi gusto, decía, pero todavía se le notaba la lindura, porque se cuidaba muchísimo. Como galán hizo unas cuantas tilingadas apestosas, decía, de títulos confundibles, La clase del amor, Las fiestas del amor, La barra del amor, todas con lo del amor en el frontis. Contó Malé que en una de aquellas Coco decidió (tenía treinta y cinco años) que ya estaba grande para el cine. En una escena le dijeron que tenía que ocultarse de un marido celoso y agacharse y…
“¿Cómo agacharme?”
“Sí, nada, un rato, y caminar a gatas tras el seto de boj, para que el marido no te vea”.
“¿Es imprescindible esa secuencia’”, preguntó Coco.
“Imprescindible no, pero es graciosa”.
“¿¿¿Graciosa???”
Con halagos o con más guita o con ambas cosas le convencieron.
El seto de boj tenía apenas diez metros de largo, pero la toma duró lo que Ben-Hur. Rematado el travelling, Coco se levantó, muy digno (y con algún que otro crujido lumbar), se sacudió el polvo de las manos y dijo:
“Señores, para mí se acabó el cine de aventuras”.
Al día siguiente, dijo Malé, Coco Pereira se fue a París y abrazó la vanguardia. Volvimos a reírnos juntos, como en Barcelona. Con Malé siempre acabábamos riendo.

Aquella noche, faltaría más, fuimos a ver Chansons éperdues. La hacían no lejos de allí, en Pigalle, en un viejo teatro reconvertido en sala de rock y poéticamente llamado Les Oiseaux de Passage. Como el nombre era largo, unos le llamaban Les Oiseaux y otros Le Passage. Habíamos visto y aplaudido rendidamente varias veces el feliz combinado de canciones y monólogos cómicos de Malé (“entre la Minnelli, Carol Burnett y Niní Marshall”, había escrito yo), pero nunca nada como lo de aquella noche. Hubo un momento que fue pura aparición, magia potagia: Malé de Viuda Negra, vestida de araña en negro y plata, chasqueando la dentadura postiza de su marido a guisa de castañuelas, la dentadura que le había robado mientras le velaba en el ataúd, “para no olvidar su sonrisa”, y de milagro no jugaba a las canicas con sus ojos, verdes como el trigo verde, y el verde verde limón, y cuando acabó la copla arreció uno de esos silencios que en teatro parecen durar horas, eras, abismos siderales, todo el público de Les Oiseaux (o Le Passage) inmóvil en las butacas como si la canción y la gracia y la emoción de Malé nos hubiera estalactizado de la fontanela al dedo gordo del pie, y luego el escalofrío se volvió corriente eléctrica, y así aplaudimos todos, sacudidos por el calambrazo, y aquello fue solo el principio. Entendí, como si hiciera falta entenderlo, como si no estuviera clarísimo, que tenía que ser como era y estar como estaba todo el día, cable y funámbulo al mismo tiempo, para hacer lo que hacía por las noches y que pareciera fácil, y recomprendí que temía y anhelaba como nada aquellas dos horas diarias, porque el escenario era el lugar que más miedo le daba del mundo y el único en el que se encontraba realmente en casa.

Apenas dos minutos después de que cayera el telón (maravilloso, de terciopelo rojo: Coco había insistido mucho en eso) tuvimos la dual sensación de que habíamos pasado al otro lado, de que pisábamos el movedizo territorio de Chansons éperdues, o de que la función seguía, extendiéndose a nuestros pies como un aceite brillante y oscuro y pegajoso. Los camerinos estaban en la segunda planta, al final de una escalera enmoquetada también de rojo y con empinadísimos peldaños, como las escaleras inacabables de los sueños. Por el pasillo de camerinos había un tráfago de cuerpos cansados y felices, y resonaban las voces multicolores de los cómicos, voces cubanas, mexicanas, francesas, y de repente una voz de delicadísimo timbre italiano que nos salió al paso y nos saludó y abriendo la puerta nos hizo pasar y no hubo forma de decirle que no, que a quien íbamos a ver era a Malé, porque habría sido gran descortesía, y fue así como nos encontramos en el camerino de Elenita Santángelo, la bella Elenita, la diminuta Elenita, férreamente convencida de que habíamos ido a verla a ella y solo a ella. Es de buenísima familia, nos había contado Malé, previa información de Coco, y con eso quería decir que hacía teatro por amor al arte, porque no necesitaba un chavo. Vive en Roma, en Prati, donde la crema, en un pisito con todo a su medida, puesto con muchísimo gusto. No sé cómo la convenció de que viniera a París. Bueno, como convence Coco a todo el mundo. Eso sí, si la ven no se les ocurra llamarla por el diminutivo.
“Pasen, pasen, por favor”, nos dijo, con una casi reverencia. De cerca resaltaba la belleza de sus facciones y de sus ojos, negros y muy grandes.
“Ah, catalanes. ¡Y vinieron de Barcelona para verme!”.
En su tocador, entre cremas y perfumes, había figuritas y dedalitos de porcelana. En un vaso, vencida, una dalia de color naranja. Una flor incongruente, pensé, porque estábamos en invierno. Nos sentamos. Nos ofreció bombones de licor. Nos dijo que tenía amigos catalanes, y que estaba estudiando la posibilidad de comprar un piso en Gracia.
“Me dijeron mis amigos que Gracia es muy parecido a Harlem. ¿Es eso verdad? Arquitectónicamente, quiero decir”.
“Bueno, podría ser. Algo hay de eso”.
“Pero sin violencia, espero. La violencia es la lacra de Roma”.
“No, no, ni punto de comparación”.
“Pues aquí me tienen. Cada vez pienso: esta vez será distinto, pero no hay forma. ¡Encasillada en papeles de enana!”
Sonreímos, convencidos de que era un rasgo de humor. Pero no.
Y tampoco era esa su única preocupación. En Chansons éperdues parecía la muñequita de Coco: la vestía de Carmen Miranda, con un tocado frutal que triplicaba su estatura, y de Virgen del Pilar, y de menina, y de perrita caniche propiedad de Malé, o sea, de la Viuda Negra. En una escena triste y preciosa, un beau tenebreux apuñalaba a su ama, y Elenita rompía a aullar, a cuatro patas, con brazaletes (de lana blanca) en manos y tobillos.
Aquello la llevaba a muy mal traer.
“Un favor quiero pedirles”. Indicó con el dedito engatillado que nos acercáramos. Inclinamos las cabezas para escucharla, porque bajó la voz.
“Cuando vuelvan a Barcelona, no cuenten que me vieron haciendo de perra”.
“Pero si está usted fantástica, conmovedora…”
Se cubrió coquetamente el rostro con la manita.
“¿Y lo de la Virgen del Pilar? Ahí está usted imponente”.
Debía de encontrarse más alta sobre el santo cilindro de mármol, porque concedió:
“¿Les gustó la Virgen?”
“Mucho”. Y también era verdad.
Hubo un silencio.
“Usted es muy guapa”, le dijo a mi mujer. “Y qué melena, qué belleza. Y usted es escritor ¿verdad? Muy bonita profesión. Pero ahora he de dejarles, porque los admiradores se impacientan”.
Ya en la puerta me dijo:
“Tal vez acabe convirtiéndome usted en un personaje suyo. Algún día, quién sabe. Si lo hace – me alargó la mano – cámbieme el nombre”.
Se la besé.
“Así lo haré”.

Por la mañana nos despertó un rumor de riachuelo. Nos asomamos a la ventana y vimos que para limpiar la calle soltaban el agua, que bajaba como una lenta sucesión de olas. Era un sonido de río antiguo reptando entre piedras y pozas, el río que bien podría recorrer, centelleante de luz y calma y frescura, los bosques de Meudon y Clamart en Au bois d’mon coeur, aquella lejana pero de repente presentísima canción de Brassens. Era el sonido de nuestro París, un París hecho de lecturas y canciones y películas y viejas fotografías, y a los pocos minutos de escuchar aquel río fue como si lo hubiéramos escuchado siempre, como si formara ya parte de la banda sonora de nuestra vida, es decir, como si lleváramos mucho tiempo, media vida, viviendo en París. Ya estábamos a punto de enfilar la proa hacia los jardines de Luxemburgo cuando Malé dijo “No, esta mañana no, imposible, nos esperan Coco y Eddie”, y yo entonces quise jugar a sentirme (un poco) como un señor de Murcia, como el protagonista de Ninette, la comedia de Mihura, que está en París y no logra ver la ciudad porque una serie de azares le aprisionan en la casa donde se hospeda y se hospedará durante toda la obra. Pensé, casi con alegría, que la intuición de la noche del estreno se estaba cumpliendo: había una fuerza que parecía querer apartarnos de nuestro París, la zona de Montparnasse, del Marais, de Porte de Vanves, para arrojarnos al París de Chansons éperdues, y no dejaba de ser justicieramente poético que el agent provocateur de aquel desvío fuera Malé, la criatura más antiparisina del mundo.
Quise sentir entonces como una imposición la visita a Coco, porque en esto también me parecía mucho a Malé, siempre convencida de que el universo quería doblegar su voluntad, pero la verdad es que nos apetecía mucho conocerle.
En mi cabeza había quedado fijada la imagen de Coco como un maestro de ceremonias jovial, enigmático, obsesivo. Smoking, gafas negras, larga boquilla, sin parar quieto ni un momento, cruzando el escenario de un lado a otro con pasitos nerviosos. Como un niño que invitaba a su cuarto, decidía roles y repartía juguetes, Coco marcaba entradas y salidas, ajustaba una peluca, rompía a reir, se sentaba al piano y tocaba y cantaba canciones pretéritas, medleys de la radio de su infancia, J’attendrai y La violetera, Cole Porter y Mona Bell, danzones mexicanos y valsecitos criollos, cantaba Y qué hiciste del amor que me juraste, y qué has hecho de los besos que te dí, cantaba Yo soy negro social, intelectual y chic, Ay babilonio qué mareo, En la piedra de granito estaba escrito, y en la segunda parte aparecía vestido de diablo, como un espermatozoide rojo, agitando un rabo largo y movedizo, fuente de continuos chistes, más graciosos cuanto más chocarreros y previsibles, en la línea de las revistas del Broadway porteño.
Coco y Eddie vivían en la Île Saint-Louis. Eddie vino a buscarnos. Tenía el cabello gris, casi blanco, cortado a cepillo, y llevaba gafas de montura negra, a lo Yves Saint-Laurent. Todavía no se habían puesto de moda y entonces parecían descomunales, excéntricas, una reliquia de los cincuenta. Amabilísimo, educadísimo Eddie.
Es mi hombre, repetía Coco, mi hombre para todo.
La casa, sorprendentemente, parecía el refugio de un poeta anglicano. Las paredes estaban cubiertas de libros en riguroso orden alfabético, ni un lomo más adelantado que el otro, protegidos por mamparas de vidrio sin la huella de un dedo. Plafones de nogal pulido, alfombras persas. Cuando llegamos sonaba Gianni Schicchi.
Coco parecía lánguido, fatigado, muy serio, como si reservara toda su energía y su humor para el escenario. No hablaba del espectáculo, ni una palabra. Le pregunté, para romper el hielo, si estaba contento por el éxito de Chansons. Sí, claro, pero ya se había estrenado, ya estaba fuera. Bueno, seguía como actor, aunque eso era otra cosa, era un trabajo, una cita ineludible cada tarde. Malé asintió. Que hay que cumplir con la misma energía y la misma pasión, añadió Coco, por si acaso: seguía siendo el director y Malé era su tornadiza estrella y no convenía darle malas ideas.
Yo trataba de llevarle una y otra vez hacia Lanús y sus recuerdos de infancia, pero no parecía interesarle lo más mínimo.
Me rendí: que el río matinal nos llevara donde quisiera.
Y obtuve (obtuvimos) premio. Me comí la pregunta y quedamos en silencio. Coco escuchaba un aria, con la cabeza baja. Dobló entonces sus manos tras la nuca y, hamacado por Puccini, comenzó a hablar con gran nostalgia de sus días en la ópera, donde más que nada en el mundo anhelaba volver. Odiaba tener que lidiar con los coros, monstruosos y ultrareglamentados, y el eterno divismo de los cantantes, y que siempre fuera el regista quien realmente mandaba, pero, ah, aquellos terciopelos rojos y aquellas molduras doradas, y el momento en que la orquesta alzaba su ola, y los loquísimos aficionados, capaces de liarse a tortazos por un semitono…
Contaba que los grandes teatros de ópera eran ciudades flotantes, pues los más antiguos estaban construídos sobre lagos subterráneos surcados de túneles, para mejorar la sonoridad, y sus pasadizos estaban llenos de secretos. La Ópera de Paris, dijo, tenía su propio cuerpo de bomberos, y una noche le mostraron, rebosantes de orgullo, un criadero de truchas que saltaban en el agua oscura como destellos de plata. Otra noche, perdido en el laberinto de las plantas superiores, escuchó risas y jadeos tras una puerta cerrada, y descubrió que los eléctricos habían montado, con pantalla y proyector, una sala de cine porno. Todo eso contó.
De vuelta, Malé volvió a arrugar la nariz cuando le contamos nuestros planes, que para ella suponían doble ultraje: comer en un restaurante (francés, casi susurramos) e ir al teatro.
“¿A otro teatro?”
Aceptó lo del restaurante –“allá vosotros”–, pero quería que, al menos, fuéramos a esperarla a la salida de Les Oiseaux (que estaba a menos de diez minutos de la rue Paul-Albert).
“¿De uniforme o de calle?”, dije yo, que ya comenzaba a estar un poco mosca. Hizo como que no me oía. Comparamos horarios: era posible y accedimos. Mujer magnánima como la Magnani, corazón de oro con incrustraciones de platino iridiado, volvió a perdonarnos.
Pienso ahora que si Malé no hubiera insistido no habríamos escuchado la formidable frase de Nelva Fenelli, que luego repetimos tantas veces.
Fuimos, pues, a esperarla. Como tardaba mucho, decidimos subir al camerino. A toda mecha, para que no nos pillara Elenita.
Las voces se escuchaban desde el pasillo. Reunión de directorio, con Coco y Eddie.
“¿Pero cómo puedes pensar en volver, con todo lo que pasaste?”, estaba diciendo Coco. El empresario de Les Oiseaux acababa de ofrecerle a Malé un contrato para actuar en solitario (fue la primera vez que escuché el término “unipersonal”) la siguiente temporada. Ella decía que no y que no, que imposible, que si Ari, que si los viejos, que si ya estaba de París hasta el nombre de la Piquer. Coco decía que lo que estaba era loca, que aquello sería el gran despegue de su carrera.
Eddie decía “Pero por lo menos piénsalo, darling”.
Dijimos que si era mal momento, nosotros…
“No, no, ya estamos, ya está todo dicho, la decisión está tomada”, dijo Malé. En estas llamaron a la puerta. Tres dobles golpecitos.
Una voz juvenil, un poco aflautada, dijo:
“Nelva quiere verla, señora. Está abajo”.
Una frase muda se formó, con sorprendente sincronía y en off, en los labios de Malé, Coco y Eddie:
“¡¡¡La Fenelli!!!”
Nelva Fenelli, la famosa soprano argentina afincada en París y ya retirada.
Hubo un veloz intercambio de susurros:
“¿Vos sabías que venía? Vos tenías que saber… ¿Cómo nadie me dijo?”
“¡No, no sabíamos! ¡Te hubiéramos dicho!”, dijeron Eddie y Coco.
“Ha visto el chou, entonces”, dijo Malé.
“Claro que habrá visto el chou. Oído no sé, pero visto seguro”, dijo Coco.
Hubo un leve carraspeo al otro lado de la puerta.
“Dígale.. dígale que en cinco minutos…”, dijo Malé.
Coco alzó tres dedos.
“… que en tres minutos estoy lista”.
Siguieron dos minutos y cuarenta y cinco segundos de intenso y acelerado acicalamiento a tres partes. Casi nos dieron ganas de repeinarnos un poco. Tiempo feliz aquel, ay, en el que podía pensar en repeinarme.
Repetí: “Malé, si quieres, nosotros…”
“¡No! Quédense, quédense!¿Y Paulita? ¿Dónde está, cuando una más la necesita?”
“Uy, te salió un pareado”, dijo Coco.
“Conocerán a una leyenda”, dijo Eddie.
“A una vieja bruja conocerán”, siseó Malé. “¿Dientes?
“Impecables”, dijo Eddie.
La Fenelli tardó cinco. Imaginé luego la lenta, majestuosa, crujiente ascensión por la empinada escalera, apoyada en sus dos acompañantes (porque eran dos). Pensé también: ¿Elenita habría intentado pillarla?
Se entreabrió la puerta y asomó un rostro enturbantado:
“¿Puede pasar esta anciana a ver a estos jóvenes talentosos?”
Nelva Fenelli era gruesa y un tanto cheposa, pero sin duda había sido guapa, muy guapa, y sus ojos claros seguían siendo vivos y penetrantes. Llevaba una rara mezcla de caftán y pieles. Las manos muy anilladas. “Hola, Coco. Hola, Eddie, muchacho. Hola, Malé, linda”.
“¡Maestra! ¡Hubiéramos bajado!”, dijo Malé, besándole las manos como a una santa milagrera o a la mismísima papisa Juana.
Luego nos presentó. Nelva sonrió como si tirasen de sus labios con alambres.
“Un placer, queridos…”
Eddie ya había despejado la silla más aproximadamente gestatoria del camerino (o sea, la de Malé) y allí se sentó la rediva. Paseó la vista por los presentes, que mantenían expectante silencio.
“Me gustó”.
“¿Le gustó, Nelva?”
“Un poco avanzado para mis gustos. Pero tiene calidad. Muy… muy como sos vos, Coco. Es tu historia ¿no? Tu mundo. Como sos, de donde venís… Y tu trabajo, querida… ¡Tú-tra-ba-jo!”
“Gracias, Nelva, gracias”, dijo Malé. “De corazón”.
Tras el intercambio de lindezas, Coco sacó a relucir el tema de debate.
“Pues precisamente, Nelva, cuando llegaste estábamos discutiendo…”
La Fenelli escuchó en silencio estatuario, con la cabeza un poco ladeada, asintiendo. Alzó luego un dedo sarmentoso y dijo:
“Querida, si me lo permites… si me lo permiten también ustedes, amigos de la Madre Patria, y ya disculparán la crudeza… te daré un consejo que a mí me fue muy útil. Me lo dio mi tía, que era gallega. Emilia Colodrón. Admirable mujer, vivió casi hasta los cien años. Y este consejo me lo dio en su lecho de muerte. Era una mujer galleguísima, de Ponferrada. Una mujer muy abierta, muy franca, que nunca se fue por las ramas. Mi tía Emilia me llamó, porque yo estaba empecinada, como decía ella, en no hacer algo, algo que ya ni recuerdo. Pero lo que recuerdo perfectamente y recordaré siempre es que me acerqué a su cama y con un hilo de voz me dijo: Nelvita, nunca digas de esta agua no beberé ni esta polla no me cabe”.

De vuelta a casa tuvimos que pararnos unas treinta y siete veces porque cuando no le daba el ataque de risa a Malé nos daba a nosotros.
Ella intentaba volver a hablar en serio, pero no había forma.
Nosotros también lo intentamos.
“¿Crees que es una buena idea?”, pregunté yo.
“¿Qué cosa?”
“Decirle que no al empresario”.
“No lo sé. A Coco le dije eso, pero la verdad es que no lo sé. Lo consultaré con Ari”.
“Bueno, pero si quieres un consejo…”, dijo mi mujer.
“No, dejalo…”
“Nunca digas…”
“Pará, pará…”
Volvía el estallido. Los tres con lágrimas en los ojos.
“Mujer sabia, la gallega de Ponferrada”.
“Pero ustedes se pueden creer, la vieja… Aaaaay, por favor…. Escuchen: no le digan la frase entera a Ari, que todavía es muy chica”.
“¿Qué frase?”
“Andá a cagar, ricura”.

Marcos y Pepita en mi casa de París

Cuando Pigalle quedó abajo recordamos los tres, de golpe, que aquella era nuestra última noche en París.
“Ustedes querrán cenar rapidito y acostarse, claro. ¿A qué hora sale el vuelo?”
El vuelo salía a una hora insensata, pero mi mujer y yo teníamos un plan irrebatible.
“Nada de cenar rapidito. Recogemos a Ari y taxi a la Coupole. Paga el periódico –mentí– o sea que no se hable más. Cena de despedida y celebración”.
“Queridos, estoy muerta…”
“Que no se hable más, Malé”.
Pero nos esperaba un nuevo y maravilloso desvío.
Al llegar a la casa, Ari nos abrió con una sonrisa capaz de provocar ceguera instantánea. También daba saltitos y palmoteaba, cosas que nunca le había visto hacer.
Relevada de su rol de madre y secretaria, parecía, de golpe, la niña que era. Una niña feliz, que tomó a Malé de la mano y la condujo hasta el comedor, donde relumbraba también la mesa, con mantel blanco, de hilo, sustituyendo al hule cuadriculado de aquellos días. En posición de mâitre oferente, un caballero de sienes plateadas y sonrisa no menos luminosa que la de Ari mostraba, con mano abierta, una extensión de ricas viandas. Acerté a ver rosbif, ensaladas, patés, frutas diversas, panecillos recubiertos de semillitas negras –de amapola, aclaró luego el caballero– y tres botellas de Burdeos. Comida para cinco, advertí: menudo detallazo. Bueno, para cinco o para quince. Ah, y un cuenco de huevo hilado.
Malé se lanzó a sus brazos y le despeinó minuciosamente.
“¡¡¡Beto!!! Pero… ¿cómo no dijiste que llegabas hoy?”
“Y, ya me conocés, nunca hago planes”
“Pero qué locura… ¿de dónde sacaron todo esto?”
“Un lugar increíble, mami. Se llama Fechón”.
“Fauchon”, corrigió Beto.
“¡Debe de ser carísimo! ¿En qué barrio?”
“En la mismísima Madeleine”.
“¿Hasta allá fueron?”
“Pero si no sabes ni dónde está, mami”.
“En coche es un momento”, dijo Beto.
“Y mira qué me trajo”, dijo la alborozada Ari, mostrando un walkman y cinco cedés de Elvis.
“Pero Beto, amor…”
Mientras buscábamos platos y copas en la cocina, Malé nos informó:
“Beto Irigoyen. ¿Nunca oyeron ese nombre?”
“¿A qué se dedica?”, pregunté yo, ingenua o retóricamente.
“Aparca coches en una playa”.
“¿Cómo?”
“… pero la playa es suya. Y bastantes cosas más”.
Aclaro que el término “playa”, en boca de una argentina, se refiere a un parking. Pero mi mujer y yo veíamos una inacabable y blanquísima playa californiana.
“¡Un millonario argentino, como Glenn Ford en Los cuatro jinetes del apocalipsis! Creí que eran una especie en extinción”, dije.
“En extinción, por desgracia, no. Pero como él hay pocos, ya lo ven”.

Durante la cena, Beto contó que estaba recorriendo Francia, de camino a la Costa Azul, para nuestra eterna y babeante mezcla de envidia y admiración.
“Beto siempre está de paso”, dijo Malé.
“¿Os conocéis desde hace mucho?”, preguntó mi mujer.
“Bueno, esa es una historia larga”, dijo Malé. Y cuando Malé decía que una historia era larga, en vez de contarla largamente, es que no le apetecía hablar del asunto.
“Digamos que nos fuimos de Argentina en la misma época y por diferentes motivos”, dijo Beto.
¿De qué se habló en aquella cena? Difícil recuerdo, porque las botellas se vaciaron a una velocidad vertiginosa. Se habló de Menem, infaltable en toda cena con argentinos, Menem al que llamaban “el Aloe”.
“Porque es como el Aloe Vera”, dijo Beto, “que cuanto más le investigan más propiedades le encuentran”.
Beto era muy ocurrente y contaba muchos chistes, con una gracia incomparable. Es difícil enlazar bandadas de chistes y no resultar fatigoso; también es difícil recordarlos, como los sueños ajenos. Solo he conocido a dos personas capaces de contar chistes con esa extrema ligereza. Uno es el actor Carlos Hipólito; otro, Beto Irigoyen.
Recuerdo que reímos mucho, y que Ari miraba a Beto y a su madre mirándose, y sus ojos volvían a brillar, y que bien entrada la noche Beto contó su anhelo imposible de vivir siempre entre los treinta y los cincuenta, y recuerdo cuando Ari dijo “Venid, mirad que estrella más grande”, y nos acercamos todos a la ventana, y yo dije que era Venus porque tenía un resplandor azulado, y fue cuando Malé se quitó el jersey y se quedó con las espléndidas tetas al aire, y abrió la ventana, y quiso que nos tomásemos de las manos y pidiéramos un deseo, mentalmente.
“¡Venus, derrama tus bienes sobre nosotros!”, clamó.
Así la recuerdo. Así la recordaré. Así, y cantando en el coche, frente al lugar donde quizás estuvo Chez Temporel.

Beto preguntó entonces a qué hora salía nuestro avión, y decidió que no valía la pena acostarse por tres o cuatro horas, así que propuso un paseo, porque, dijo, no hay nada más hermoso que París de madrugada, en la hora que separa la noche del amanecer y los colores pasan del negro brillante al gris, azulado como Venus y poco a poco atravesado por estrías de luz rosácea. Malé se resistió y dijo que no eran horas para la niña y que no quería dejarla sola, etcétera.
“La niña tiene música para toda la noche”, dijo Ari, “y muchas ganas de que se vayan para ponerse a escucharla”.
“¿De verdad que no te importa, amor?” dijo Malé
“Que se vayan ya, pero ya”, dijo Ari, agarrando walkman y cedeses.
Me tambaleé un poco al levantarme.

El coche era un BMW negro, inmenso. Beto conducía; en aquella época no había tantos controles como ahora. Debió de ser un paseo largo o con poco tráfico, porque de la oscuridad charolada brotaron los leones de la plaza Denfert-Rochereau y, en el tiempo de un cabeceo o varias eternidades después, la cúpula y las folies rojizas de La Villette, como el paisaje de una película futurista imaginada en los años setenta. Hay pocos placeres comparables a adormecerse, considerablemente borracho, la nariz contra la ventanilla, la cabeza de la mujer que quieres apoyada en tu hombro, mientras te pasean en coche por una ciudad nocturna, sin rumbo fijo, puro azar, continuo desvío, como en el deambular de la adolescencia pero sin la desolada avidez de entonces. Beto quiso llevarnos luego a Chez Temporel, un club que, en su recuerdo, abría hasta muy tarde o ni siquiera cerraba, aunque eso nos pareció improbable, pero no tenía muy claro si estaba cerca de Wagram o de Pereira, en todo caso, dijo, cerca de la Porte Champerret, y al oír Pereira pensé de nuevo en Coco, y pensé que nadie estaba a gusto con lo que tenía, Malé con la ciudad a sus pies y piando por volver a Buenos Aires, de la que siempre renegaba; Coco añorando el mundo de la ópera que había quedado atrás; Elenita Santángelo que había dejado su apartamento romano para embarcarse en una loca aventura,
divina como virgen y perra pero muerta de vergüenza por interpretarlas; Beto con dinero para tostar dos bueyes, como dicen en Cádiz, y siempre dispuesto a apretar el acelerador para ver si así, quizás, una noche, podía enfilar el bucle que le llevaría a Chez Temporel, aquel club que no cerraba nunca o, mejor dicho, abría a los treinta y cerraba a los cincuenta para volver a abrir en el acto, en una noche eterna y fosforescente; aquel club que no logramos encontrar.
Entonces la luz verdosa del reloj marcó las cinco y yo pensé en Il est cinq heures, Paris s’eveille, la canción de Dutronc, y ya abría la boca para cantarla cuando Beto, ventriloquísimo y telépata, se me adelantó, y con mucho mejor acento:
“Je suis l’dauphin d’la place Dauphine..”
Mi mujer y yo nos sumamos:
“… et la place Blance a mauvaise mine…”
Y los tres:
“Les travestis vont se raser
Les stripteaseuses sont rhabillées
Il est cinq heures, Paris s’eveille…”

Esto pareció cambiarle el humor a Malé, como si Beto y nosotros la hubéramos aprendido juntos en un París anterior, como si fuera el himno secreto de Chez Temporel, la canción que en ese mundo paralelo sonaba y coreábamos cuando se acercaba el cierre. Como si la cantáramos para molestarla, vaya. Y además, en francés, aquella lengua maldita y presuntuosa.
Cuando acabamos la primera estrofa comenzó a cantar, casi gritando, Los mareados, el inmortal tango de Cadícamo:
“Rara, como encendida
te hallé bebiendo, linda y fatal…
Bebías
y en el fragor del champán
loca reías por no llorar…”
Lo entendimos como un reto y recogimos el guante.
“La tour Eiffel a froid aux pieds
L’Arc de Triomphe est ranimé
et l’Obélisque est bien dressé
entre la nuit et la journée
Il est cinq heures…”
Contraatacó Malé, bien porteña:
“Pena me dio encontrarte
pues al mirarte yo vi brillar
tus ojos
con un eléctrico ardor tus bellos ojos
que tanto adoré”.
Aplaudimos y ya embocábamos el tercer round cuando mi mujer me puso la mano en el hombro porque se dio cuenta de que a Malé le pasaba algo. Porque no esperó. Seguía cantando.
“… cada cual tiene sus penas
y nosotros las tenemos…
Esta noche beberemos
porque ya no volveremos
a vernos más…”
Nos callamos. Estaba cantando de verdad, no como nosotros. Rara, como encendida. Rompió a llorar. Al principio pensé que era por rabia acumulada o por teatro, pero no. Cantaba y lloraba, no podía parar de llorar ni de cantar. Cantaba como cuando hizo enmudecer a todo el público de Les Oiseaux. Volvía a estar en el centro del país de Chansons éperdues.
“Hoy vas a entrar en mi pasado
en el pasado de mi vida
Tres cosas lleva mi alma herida
amor, pesar, dolor…
Hoy nuevas sendas tomaremos…”
Cantaba desde muy lejos. Cantaba, imaginé, desde la veranda de la casa familiar en Nueve de Julio, una noche de verano, cuanto todavía había cocuyos brillando entre la alfalfa. Cantaba desde el café en Parque Chacabuco donde conoció a su primer marido, cuando los dos eran unos críos, y frente al que le desaparecieron.
“¡Qué grande ha sido nuestro amor!
Y sin embargo, ay
mirá lo que quedó”.
Alargó el brazo.
“Pará. Pará el auto”, dijo.
Beto lo hizo.
“Disculpen, chicos. Disculpen”, dijo Malé mientras bajaba.
Vomitaba, con el brazo apoyado en una farola, la cara en la sombra.
Vimos su silueta doblarse, vomitando como una cañería reventada.
Beto bajó y le pasó la mano por el hombro. Ella tenía la cabeza baja, los zapatos negros salpicados. Topitos blancos sobre fondo negro, eso iluminaba la farola, no sé si en Wagram o Pereira.
“¿Cómo estás, Malé?”, preguntó Beto.
Malé se pasó la mano por la boca y dijo, en una perfecta imitación de Libertad Lamarque:
“¿Cómo voy a estar, querido? En mi mejor momento como mujer y como actriz”.

http://blogs.elpais.com/bulevares-perifericos/2014/02/en-su-mejor-momento-como-mujer-y-como-actriz-un-relato-1.html

Marcos Ordóñez (Barcelona, 1957) es un escritor, profesor y crítico teatral catalán.